domingo, 6 de julio de 2014


Kim

Cantante Vietnamita: 

El Hip-Hop Llega a Vietnam



Sus padres la llamaron Le. Pero hace tres años, cuando empezó su carrera de cantante, eligió llamarse Kim, porque quería un nombre que todos pudieran recordar fácilmente. 

Le nació en 1991 en Hanoi, la capital de Vietnam: en esos días su país empezaba un ciclo de desarrollo industrial y comercial a la china, que lo convirtió en el segundo milagro capital-comunista asiático –y grandes cambios sociales. Los padres de Le, por ejemplo, tienen empleos que no existían hace veinticinco años: su madre trabaja en una compañía que fabrica juegos de computadora; su padre, en una oficina comercial. Le iba a la escuela pública, jugaba, pintaba árboles y soles, cantaba las canciones que escuchaba su hermana mayor: una vida normal que a veces la aburría.


–A veces pensaba que cuando fuera grande iba a ser maestra; otras que quería ser una empresaria y ser dueña de una compañía. Cambiaba sin parar. Nunca pensaba lo mismo mucho tiempo, pero creo que quería hacer algo diferente, porque la vida me parecía muy aburrida.

El descubrimiento. 

Hasta un día, cinco años atrás, en que no paraba de llover, y Le oyó una canción. Ya tenía doce años; la lluvia la había encerrado en su casa y escuchaba un CD trucho con una recopilación de música pop que se había comprado el día anterior. De repente, una de las canciones la sacudió en su silla: el ritmo tenía una potencia que nunca antes había oído. Kim miró la información: el grupo se llamaba Bone Thug-n-Harmony y sonaba completamente diferente. Le acababa de descubrir el hip-hop. Tuvo la sensación de que desde entonces nada sería igual.

Le trató de averiguar quiénes eran esos cantantes, qué otros grupos hacían canciones parecidas. Las buscó por todas partes: no era fácil encontrarlas. Al principio sólo le importaban las melodías; después necesitó saber qué decían sus letras. No conseguía entenderlas; alguien le dijo que si se iba a un cibercafé podía encontrarlas en Internet. Su inglés no era tan bueno: con dificultades, empezó a entender que hablaban de la vida de los negros en los Estados Unidos, de delitos, de drogas, de sexo, de dinero, de incomprensión social y enfrentamientos con la policía.

–En Vietnam tenemos muchas canciones, por supuesto. Pero las letras son tontas, ninguna habla sobre la vida real: son tan falsas. Cuando escuchas canciones vietnamitas, siempre oyes las mismas palabras: yeu –amor–, chia tay –separación–. Para mí fue un descubrimiento escuchar canciones que hablaban sobre la vida de la gente, de cosas reales, de libertad.

A esa altura, Le ya sabía qué quería hacer con su vida: sería una rapera, una cantante de hip-hop. En esos días se compró, por primera vez en su vida, un libro: era un diccionario inglés-vietnamita que le sirvió para entender mejor esas canciones. Le se pasaba varias horas por día escuchando, cantando esas canciones a todo volumen: sus padres no soportaban tanto ruido, y le dijeron que sólo podría escucharlas cuando ellos no estuvieran. A su hermana tampoco le gustaban; Le se sentía sola pero cada vez más convencida.

–Algunos cantantes pueden decirte que el camino hacia la música es difícil, pueden inventar historias. Pero para mí no fue así. Mi hermana cantaba en una banda pop de chicas, y le preguntó al patrón de la compañía discográfica si podía tomarme una prueba.


La iniciación. 

Le se preparó. Se puso muy nerviosa, pero trató de calmarse. Aquella mañana cantó una canción de Tupac, Thugz Mansion: “Mierda, cansados de que nos disparen./ Cansados de que la policía nos persiga y arreste./ Los negros necesitamos un lugar donde vivir./ Un lugar que sea nuestro, sólo para nosotros”. Mientras cantaba tenía la sensación de que no le prestaban demasiada atención. Cuando terminó, el patrón le dijo que descansara un rato. Le estaba segura de que había fallado, y su hermana trató de tranquilizarla: “No te preocupes, siempre podemos intentar en otro lado”.

Pero esa tarde el patrón la llamó y le propuso que hicieran una prueba más larga, de dos meses. La pusieron a cantar otras canciones –primero en inglés, después en vietnamita–, le enseñaron a moverse y bailar sobre un escenario. El productor que la entrenaba le dijo que si quería convertirse en cantante, antes que nada tenía que aprender a complacer a la audiencia, a cantar las canciones que le gustan al público. A veces Le se irritaba; otras, pensaba que era un sacrificio que tenía que hacer para ser lo que quería.

El día que se vencía el plazo el patrón de la compañía le dijo que estaba contratada. De vuelta en su casa, Le se miró al espejo y decidió que desde entonces se llamaría Kim. No lo podía creer: lo que todas las chicas querían, ella lo iba a tener a sus catorce años. Iba a ser famosa, admirada, deseada: una cantante. Pero también estaba preocupada:

–Me daba miedo no poder manejarlo, yo era muy chiquita. Y las primeras veces que tuve que cantar en público me asustaba la gente mirándome ahí abajo. Pero también me daba miedo volverme una cantante pop, yo que quería ser una cantante de hip-hop.

Sobre todo, Kim no quería cantar las mismas canciones de amores blancos, separaciones y reencuentros que había escuchado tantas veces.

–Quería hablar de la realidad. Yo hablo de la vida que hay a mi alrededor. Mi primera canción hablaba de cuánto amo el hip-hop. No funcionó. No atraía al público. Pero seguí escribiendo sobre nuestras vidas. Escribí una canción sobre lo que pasa en el colegio. Las canciones de siempre hablan de colegios bonitos, estudiantes encantadores, de la inocencia adolescente. Pero mirá la realidad: los estudiantes tienen sexo, roban, hacen cosas malas. Nadie escribe sobre eso, sólo sobre cosas lindas. Como compositora, escribo también sobre esas otras cosas.

El desarrollo económico ha hecho que los jóvenes vietnamitas tengan mayor autonomía, mayor movilidad, más lugares de encuentro, más chances de acostarse con un chico o una chica. Pero para muchos el sexo sigue siendo tabú. En una investigación reciente, más de la mitad de los encuestados pensaba que los métodos anticonceptivos son sólo para gente casada.

–Por eso escribo sobre el sexo entre adolescentes, sobre el embarazo. A las chicas les gustan los chicos populares de la clase. Deben ser ricos, fumar, tener una actitud cool. Y cuando se enamoran, el chico dice: “Si me amás en serio, tenemos que tener sexo”.

–¿Creés que es malo para los adolescentes tener sexo?

–Bueno, no es algo malo. Depende de lo que pienses. Si pensás que tu novio es bueno, una persona confiable... Pero son adolescentes, vos y él. Él no tiene trabajo, y vos puedes quedar embarazada. Él no podrá hacerse cargo de vos porque vive con sus padres y no tiene trabajo...

El pasado. 

Kim no era intransigente: en sus recitales mezclaba algunas canciones pop con sus temas de hip-hop; sin dejar de complacer a su público, les mostraba las canciones que realmente le importaban. Y, de a poco, se iba imponiendo como la principal cantante de hip-hop vietnamita. Kim canta en inglés con un acento que combina Harlem y Hanoi, y no le parece contradictorio cantar canciones estadounidenses. Después de todo, la guerra ocurrió hace mucho tiempo:

–Yo lo pienso de una manera simple: no tengo edad como para hablar de política. Pero pasaron muchas cosas para cicatrizar la guerra. Es como cuando el sol brilla después de la lluvia. Me gusta la tolerancia y el perdón. Perdonar forma parte de mi personalidad, y me gusta que otros perdonen. Yo ví unos documentales sobre la guerra y era terrible, tantas muertes, tanto dolor. No sé por qué hicieron esa guerra, solamente siento que la guerra es terrible.

–¿O sea que no te parece contradictorio?

–No sé. No quiero hablar de eso. Fue un error, ellos pidieron perdón. Ahora esa guerra se ha vuelto algo del pasado. ¿Por qué mirar al pasado y no al futuro?

Su primer disco, Kim, se publicó en septiembre de 2006, y se vendió bien. Sus canciones sonaban en la radio y alguna llegó a estar entre las primeras de las listas. Kim hacía recitales, cantaba en televisión, representaba a su país en festivales internacionales. En esos días, una ONG holandesa, Medical Committee Netherlands, le hizo una propuesta diferente: que trabajara con un grupo de ex drogadictas HIV positivas que querían armar una banda de música. Kim las alentó a rapear sus propias historias para contárselas al público: así se formó Cactus Blossoms.

–Fue realmente emocionante, entendí cómo podía ayudar a otras personas con la música. Esas mujeres contaban cómo se habían infectado, cómo era vivir con HIV, discriminadas, estigmatizadas. Había gente que lloraba cuando las escuchaba.

Kim también tuvo que enfrentarse a la incomprensión: sus padres y sus amigos le decían que tuviera cuidado cuando estaba con ellas, que no se acercara, que no las tocara.

–La mayoría de la gente no sabe nada sobre el HIV/SIDA, creen cosas equivocadas. Por eso me pareció bueno hacer ese trabajo, para que se enteren de la verdad sobre estas cuestiones.

No fue tan fácil: algunas de las Cactus Blossoms pidieron que su espectáculo no se diera en televisión por miedo de que sus parientes fueran discriminados.

El éxito. 

En 2007, un tema de Kim, Playing Hard, fue seleccionado como la canción oficial de la Asian Football Cup: fue un respaldo importante. Kim tiene cada vez más difusión pero no termina de despejar sus dudas: sus productores le piden que sus conciertos sigan incluyendo canciones pop, para no decepcionar a esa parte de su público, y ella, pragmática, por ahora lo acepta. Su próximo álbum tendrá dos o tres de esas canciones.

–¿Por qué?

–Me preocupa el público. Tengo que preocuparme por él.

–¿Para vender más discos?

–Sí. Hago hip-hop para adolescentes, pero los mayores no quieren escuchar eso. Y yo quiero que ellos también compren mis discos.

–¿Te importa ser famosa?

–Sí, a todos nos importa. ¿Quién no quiere ser famoso?

–¿Y cómo te ves cuando tengas treinta años?

–Uy, a esa edad ya voy a ser muy vieja para cantar. Pero me imagino con mucha plata, dueña de mi propia compañía de discos. Entonces tendré una casa muy grande y ayudaré a cantantes nuevos. Lanzaré una línea de ropa y tendré suficiente espacio para que los chicos hagan deportes extremos… Pero no te voy a decir nada más, porque cuando uno cuenta los proyectos no se cumplen.

Hoy Kim tiene algunos proyectos que sí están a punto de cumplirse. En los próximos meses va a grabar un videoclip y realizar una gira con canciones que tratan de violencia doméstica, sexualidad adolescente, salud reproductiva, con la colaboración del UNFPA. En esas canciones Kim sigue hablando fuerte de esas cosas que la mayoría de los vietnamitas dicen, si acaso, en voz muy baja: “… Todos descubrieron su felicidad:/ es su propia familia./ ¿Por qué formamos familias?/ Para tener algo que amar./ Y no… Yo… Por favor, miremos los ojos de esos chicos./ ¿Qué ven?/ Yo sólo veo las lágrimas de los chicos heridos./ ¿Es esa la casa que esperás?/ ¿O parece el derrumbe causado por un huracán?/ Vamos, pensá, ¿es esa la casa del dolor?/ Los padres parecen civilizados, pero esconden mucha tortura./ Golpean a sus chicos, los amenazan, y nadie se preocupa por ellos…”.

Kim canta con un ritmo infernal y una mezcla de enojo y compasión en la mirada. A veces, dice, se olvida de que tiene diecisiete años, pero en general Kim se sigue viendo como una chica normal, que va a la escuela, hace sus tareas, canta sus canciones y sale con sus amigos.

–¿Y tenés novio?

–No.

–¿No tenés ganas?

–Sí, tengo. Pero cuando me gusta un chico no sé cómo acercarme, qué decirle. Por eso el chico no se entera de que me gusta. Y hay otros a los que les gusto, pero a mí ellos no. Así que en realidad no sé qué hacer para tener novio…
Tsehay: Empleada Doméstica Etíope: Huir del Matrimonio Infantil



Su hermana le mostró el vestido, y a Tsehay le brillaron los ojos. Era el vestido más lindo que había visto en su vida, blanco, largo, radiante, y su hermana le dijo que era para ella. Tsehay tenía nueve años y era la primera vez que estrenaba ropa: hasta entonces, siempre había recibido la que dejaban sus cuatro hermanas mayores.


–¿Para mí? ¿Este vestido es para mí?

–Sí, para tu boda. Esta tarde es tu boda. 

–¿Mi qué?

Tsehay no entendía nada. Había oído hablar del matrimonio porque sus cuatro hermanas ya se habían casado; ella había estado en las fiestas de las dos más jóvenes, que se decían muy felices, pero nunca pensó que algo así pudiera sucederle a ella tan pronto. Estaba tan sorprendida, tan shockeada que ni pensó en preguntar con quién se casaría. Su hermana se lo contó de todas formas: era un muchacho del mismo pueblo, pero Tsehay no lo conocía. Sí le preguntó cómo era estar casada: su hermana le dijo que no se preocupara que todo iba a estar bien, y que tendría que ocuparse de su nueva casa, su marido, de sus hijos. Tsehay pensó que debía ser difícil tener hijos. Y después su hermana le explicó que, de todas formas, era muy chica y se quedaría con su familia hasta que se hiciera algo mayor: dentro de dos años, cuando cumplas once, le dijo, ahí sí vas a irte a vivir con tu marido.

Para Tsehay el gran día pasó como un suspiro o una nube. Sus hermanas la terminaron de vestir, su madre la peinó, la perfumaron, y más tarde llegaron a su casa los ancianos del pueblo con el novio y su familia. El novio, pensó Tsehay, parecía tan nervioso como ella, pero era un muchacho grande: tenía por lo menos 15 años. Tsehay se asustó más: nunca podría vivir con ese adulto. El muchacho le buscaba la mirada; Tsehay le rehuía. De hecho, durante toda la fiesta, en medio de las comidas, cantos, tragos, nunca se hablaron: cada uno se refugió en su familia, y así llegó la noche. Tsehay durmió en su casa; a la mañana siguiente volvieron a vestirla para la fiesta en la casa del novio: otro día de bailes y festejos. Cuando todo se acabó, Tsehay se volvió con sus padres y hermanos; todo parecía igual pero era tan distinto: ahora estaba casada.

Los matrimonios tempranos son una práctica corriente en Etiopía, el segundo país más poblado de África, y uno de los más pobres. Un estudio reciente realizado en las provincias rurales del norte –la región de Tsehay– calcula que nueve de cada diez matrimonios fueron arreglados por los padres, que sólo el 16 por ciento de las novias dio su consentimiento, y que casi la mitad de las chicas fueron casadas antes de cumplir los 15 años.

El pueblo. 

Tsehay, en amárico, quiere decir “sol”. Tsehay había nacido en 1989 en un pueblito de doscientas familias de la región de Gondar, sin electricidad ni agua corriente. Su familia no era de las más pobres: tenían una pequeña tierra para cultivar cebada y trigo, dos vacas, dos bueyes y un rancho con tres cuartos hechos de ramas, barro y bosta.

Tsehay nunca fue a la escuela. En su pueblo no había y, además, ella siempre estaba ocupada. Desde que tiene memoria tuvo que trabajar, en la casa, en el campo. A veces tenía un rato para jugar con los otros chicos a la pelota o a las piedras, y se acuerda de ese día en que su madre le dijo que jugara con cuidado porque se le podían abrir las heridas. Pero, por más que ahora lo intenta, no consigue recordar nada más de su mutilación genital: supone que debía tener cinco o seis años, pero no está segura. Para Tsehay el momento en que le hicieron la misma ablación de clítoris que a las otras niñas de su pueblo –y a tres de cada cuatro mujeres etíopes– es, ahora, un agujero oscuro.

Dos o tres veces por año Tsehay iba a la misa cristiana ortodoxa pero, si no, sus días eran siempre iguales: limpiar, cocinar, cuidar los animales, buscar agua en el pozo. Tsehay no se quejaba: en principio, porque no tenía cómo imaginar otras vidas.

Seis meses después de su boda Tsehay volvió a ver a su marido, en la iglesia, porque era el día de la Epifanía. Él trató de acercarse, de hablarle, pero ella se escapó: no quería saber nada. Cada vez le daba más miedo la idea de vivir con ese hombre, que le hiciera vaya a saber qué cosas, que la obligara a parirle hijos y trabajar para él y para ellos. Pero tampoco se le ocurría una salida.

Había pasado un año cuando su padre se enfermó: se sintió débil, tenía mucha fiebre. El hombre fue a una sala de primeros auxilios en un pueblo cercano: la enfermera le dio una inyección y lo mandó de vuelta a casa. Allí murió, poco después, de una malaria. Tsehay ya no sabe su edad, pero imagina que debía tener unos 50 años.

La ruina. 
La muerte del padre cambió todo. La madre estaba embarazada y no tenía recursos: en pocos meses tuvieron que vender los animales y parte de la tierra. Tsehay desesperaba: se acercaba la fecha en que tendría que ir a vivir con su marido. No quería, pero no tenía opción: si se negaba a cumplir su compromiso, la familia del marido podía demandar a la suya y exigirle un dinero que no tenía. Sería la ruina definitiva. Tsehay pensó que tenía que hacer algo.

–Yo había escuchado hablar de Addis Abeba, unos parientes me habían contado. Me dijeron que ahí la gente ni tenía que trabajar, que si uno iba ahí le daban de comer, lo cuidaban. Yo quería que me cuidaran. Yo era una nena pero nunca había podido ser una nena, que se ocuparan de mí, que me cuidaran. Y si me casaba todo iba a ser mucho peor. Así que decidí irme a Addis, para que me cuidaran.

Addis Abeba, la capital del país, tiene tres millones de habitantes, casi todos muy pobres. Un día Tsehay supo que el familiar que le había hablado de ella, un hombre de 30 años, pariente de su padre, que solía ir a la capital a comprar cosas que después vendía en el pueblo, estaba por viajar. Esa tarde de agosto, Tsehay sacó un billete de 100 birrs –unos 10 dólares americanos– que su madre guardaba en una caja, y lo escondió en el campo. A la mañana siguiente se despertó antes del alba, recuperó el billete y se fue, sin saludar a nadie, a la casa del familiar que le había hablado de Addis. Tsehay le dijo que quería que la llevara allí; el hombre le dijo que no; ella, que si él no la llevaba se iba sola, y el hombre aceptó.

Tsehay no recuerda mucho de ese viaje: sólo sabe que duró tres días, que a veces caminaron y que nunca llegaron a Addis Abeba. El hombre la había llevado a un pueblo en el sur, cerca de Wellega, donde la empleó en el campo de unos conocidos suyos. No era para eso que Tsehay había partido: aquí trabajaba sin parar, nadie la cuidaba y ni siquiera era su pueblo. Al cabo de dos semanas, Tsehay repitió su últimatum: si no la sacaba de allí, se iría sola. El hombre la llevó a la capital.

La ciudad. 

Cuando llegaron, Addis le pareció demasiado grande, tan ruidosa. Pero no tuvo mucho tiempo para verla: al día siguiente, su pariente le consiguió un empleo doméstico en la casa de otra familia conocida. Tsehay empezaba a aprender que su vida en la capital no sería lo que había imaginado.

–Ahí me dí cuenta cómo me había engañado. Pero me tuve que quedar, no tenía otra salida. A mi casa no podía volver, y tampoco podía hacer ninguna otra cosa. 

La familia vivía en una casa muy precaria del barrio de Merkato, el gran mercado de Addis. En Etiopía es frecuente que las familias pobres reproduzcan el mecanismo de sujeción del que son víctimas, y se consigan empleadas domésticas que trabajan por poco más que el techo y la comida. Tsehay se quedó en esa casa y, de ahí en más, el tiempo se le confunde: es como si no hubiera vuelto a pasarle nada significativo. O muy poco: recuerda la vez que se hartó de su patrona y se fue a trabajar con otra familia, pero volvió después de un par de meses. O la vez en que una vecina prostituta, que tenía linda ropa, buena comida, le propuso que empezara a trabajar con ella, y Tsehay lo pensó pero decidió que mejor no:

–Me daba miedo contagiarme el HIV, y que entonces si estaba enferma nunca iba a poder tener hijos, nada. 

Durante estos ocho años, los días de Tsehay han sido siempre iguales: se levanta a las seis de la mañana, toma un té y empieza a cocinar injera, el pan tradicional etíope, que la familia vende a los vecinos: además de cuidar la casa, Tsehay produce ganancias para la familia. A la una, cuando termina, va a buscar agua con su balde, lava los utensilios y se pone a limpiar. Es un trabajo largo; a eso de las cinco, cuando lo termina, empieza a cocinar la cena. A las nueve sus patrones se sientan a comer; Tsehay come poco después, sola, en un rincón, lo que ellos le dejaron, y se va a dormir. En la casa, dice, la tratan bien: no le pegan, no la violan, y le pagan un salario de 50 birrs –unos 5 dólares americanos– por mes. De vez en cuando va a la iglesia o a dar una vuelta por ahí pero, hasta hace poco, no conocía a nadie, no tenía ningún amigo. Tsehay vivía más sola en la ciudad, repleta de gente, que en su pueblo.

–¿Y podés soportar esta vida?

–Sí, estoy bien, porque ahora tengo un plan para el futuro. 

El futuro. 

Tsehay dice que algo cambió cuando empezó a asistir a los cursos de educación no formal del proyecto Biruh Tesfa –Futuro Brillante–, organizado por el ministerio de Juventud con el apoyo del Population Council y el UNFPA: que allí aprendió a escribir su nombre, que va a aprender a leer, que ya sabe marcar un número en el teléfono y, sobre todo, que conoció a otras chicas como ella, que llegaron a Addis escapando del matrimonio temprano y la pobreza.

–Una compañera de acá me habló de los países árabes, Qatar, Kuwait, donde una chica puede trabajar y ganar más plata, ser independiente. Después me presentó a una gente que te organiza el viaje. Entonces me decidí, y usé todo el dinero que había ahorrado, unos 600 birrs, para sacar el pasaporte para irme. Pero después se complicó.

En la preparación para el viaje, Tsehay tuvo que hacerse una revisación médica y le descubrieron una enfermedad –“unas cicatrices, no sé, alguna cosa”– en un pulmón. Entonces le dijeron que para viajar tenía que curarse, pero hasta ahora no pudo hacerse el tratamiento necesario porque ya se había gastado todo su dinero.

–Ese día, cuando me dijeron que todavía no me podía ir, fue el más triste de mi vida. Lloré, lloré mucho, pero después pensé que todo se va a arreglar, que de alguna forma voy a poder hacerlo.

–¿Y cuál fue el día más feliz?

Tsehay lo piensa un rato. Primero dice que no, que no hubo un día así, pero al final dice que fue cuando volvió a su pueblo: 

–Fue cuando volví a mi pueblo, hace como tres años, porque me enteré que se había muerto mi hermano. Entonces pude ver a mi mamá, yo no sabía si estaba viva o muerta, y me hizo tan feliz volver a verla, a abrazarla. 

–¿Y no te gustaría volver para quedarte?

Tsehay vuelve a pensar y dice que no, que no querría: que en su pueblo no hay agua ni electricidad y que si volviera tendría que casarse y tener hijos y entonces lo único que haría sería ocuparse de ellos, de la casa, del marido:

–Si no tengo más remedio lo voy a tener que hacer, pero espero que no. Si me vuelvo al pueblo no tendría una vida mía, todo sería para ellos, nunca me podría comprar una ropa para mí. Yo alguna vez quiero comprarme alguna ropa para mí.



Daniel: Organizador Comunitario Colombiano: Un Espacio Seguro en una Institución Religiosa



Daniel vivió siempre y vive todavía en la ciudad más violenta de uno de los países más violentos: Barrancabermeja, en el centro de Colombia. Allí la muerte, aliada a guerrilleros, narcos, paramilitares, siempre le anduvo cerca; él, mientras, se las arregla para trabajar en su comunidad y tener una vida. Daniel es un especialista en milagros: enseña, en nombre de la iglesia, educación sexual a sus vecinos.


Hay muertes. Todo a lo largo de su historia hay muertes. La primera le llegó antes de cumplir su primer mes: mucho después sabría que su padre fue, entonces, asesinado por un grupo parapolicial.

–Yo nunca tuve papá, pero tardé muchos años en preguntar por qué. Ya tenía como 18, 20 años. Antes yo no quería saber, y nadie me había contado nada.

Cuando preguntó, Daniel supo que a su padre lo mataron Las Rayas, “un grupo de limpieza que se dedicaba a asesinar ladrones, drogadictos; en general eran de la policía o del servicio secreto”. Y que su padre “robaba, pero sólo a la gente que tenía” y que había empezado a cambiar, que “quiso cambiar pero su pasado no le perdonó nada”: los parapoliciales lo secuestraron, lo torturaron varios días y al final lo dejaron, muerto, en un descampado que se llamaba Pozo 7.

Daniel nació en 1981 en un barrio pobre de Barrancabermeja, una ciudad de 300.000 habitantes en el Magdalena medio, una de las zonas más violentas de Colombia. Cuando Daniel tenía cinco años, su madre, que trabajaba como empleada doméstica y tenía seis hijos más, se lo llevó a su abuela paterna: nunca había encontrado el tiempo ni las ganas de ocuparse de él. A partir de entonces, Daniel viviría con su abuela, una tía, un primo.

Su abuela le dio sus primeros mimos, le compró su primera pelota: Daniel estaba encantado. Cuando empezó la escuela, descubrió que le gustaba y no le resultaba complicado, pero lo que lo enloquecía era el fútbol. Daniel se pasaba las tardes en la cancha, jugando con amigos, charlando, haciendo bromas: aprendiendo a ser un chico de su barrio.

La guerra. 

Barrancabermeja es el centro del petróleo colombiano, una ciudad con larga tradición de luchas sindicales y violencia política. En los años noventa, la ciudad y su región estaba dominada por un grupo armado marxista, el ELN. Los guerrilleros tenían gente en el barrio; de vez en cuando mataban a un ladrón, a un drogadicto, “para dar el ejemplo”. Daniel creció sabiendo que era mejor mantenerse apartado, pero no era fácil: cuando tenía 13 años, una tarde, un grupo del ELN se apareció en la esquina donde su amigo Alejandro, de 17, jugaba a las cartas con otros muchachos.


–Los tipos sacaron las armas y lo obligaron a ponerse de rodillas y a pedirles perdón porque había tenido algo que ver con la novia de uno de ellos. Y ahí mismo lo mataron, de rodillas, le dieron un tiro en la cabeza delante de los demás amigos. Por envidia, nomás, lo mataron, por celos. La muerte así no se justifica.

–¿Y se sabía quiénes eran los asesinos?

–Sí, porque para llegar a buscarlo fueron preguntando por el barrio dónde vivía, así que muchos los habían visto, pero todos vivíamos con temor de las represalias.

Seguían las muertes. 

Poco después fue el turno de su abuela, y Daniel tuvo una época oscura. Ya no le iba bien en el colegio y no sabía qué haría de su vida. Lo único firme era el fútbol: Daniel jugaba cada vez mejor y, a los 16 años, llegó a debutar en el equipo profesional de Barrancabermeja. Ya se imaginaba como un verdadero futbolista, uno de esos que veía por la televisión, pero para eso tenía que ir a probar suerte a una ciudad más grande, y tuvo miedo. Pensaba que sí, que más tarde lo haría, hasta que una lesión en el tobillo acabó con sus ilusiones deportivas.


En 1999, cuando cumplió los 18, Daniel estaba por terminar el colegio y en Barrancabermeja se reavivó la guerra: grupos paramilitares aliados a narcotraficantes –y apoyados, en algunos casos, por el ejército– intentaban conquistar la ciudad. La batalla duró, calle por calle, violenta, intermitente, casi cuatro años. Para entonces la ciudad se había ganado la reputación de ser la más violenta de Colombia: una media de 350 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes. Mientras tanto, los guerrilleros seguían reclutando. En su último año del colegio, Daniel y varios de sus compañeros recibieron propuestas del ELN:

–Teníamos 18 años, estábamos terminando el colegio y no sabíamos bien qué hacer, eso es lo que aprovechaban los guerrilleros. Hay muchos jóvenes que no tienen la capacidad económica para seguir estudiando, entonces venían ellos y te decían bueno, aquí te puedo dar un dinero, unas cosas si tú empiezas a hacer parte del grupo. Nos decían “si tú quieres tener una bicicleta, si quieres plata para salir, para vestir, trabájalas, trabaja con nosotros”. Algún amigo te contaba que le habían dado 500.000 pesos por una vuelta, que es ir a mirar si vienen los militares o los paras. O por hacer un mandado, como llevar algo al comandante de otro sector, un mensaje, unas armas. Eras chico, no tenías nada que hacer, ninguna visión de futuro, en tu casa no te hacían mucho caso, y ellos se aprovechaban.

La tentación. 

En Barrancabermeja la desocupación afecta a la mitad de los jóvenes: la violencia era una de las pocas salidas posibles.


–¿No les hablaban de política?

–No, no mucho, a veces nos hablaban de su ideología, nos la vendían, que hay que luchar por el pueblo, todo eso, pero a nosotros no nos interesaban esas cosas.

–¿Y nunca te tentó la cuestión?

–Sí, tentarme sí me tentó, porque yo no tenía otros recursos económicos, pero hubo personas que me influyeron para que no lo hiciera, amigos, mi familia, el padre Juan José, que me decían que esa no era la manera de salir adelante, que me iban a matar.

Daniel empezó a vincularse cada vez más con un grupo de jóvenes de la parroquia de su barrio. Su primer contacto fue su novia, una chica católica que lo convenció de empezar a ir a misa y participar en ciertas actividades navideñas, pero terminó de interesarse cuando le pidieron que organizara un campeonato de fútbol para chicos. Ahí, por primera vez, se sintió útil, respetado. El padre Juan José, su mentor, lo convenció de que tenía que buscar la forma de ayudar a los demás: lo primero que se le ocurrió fue hacerse médico. Pero nunca podría, porque no tenía el dinero suficiente.

Cuando terminó el colegio, Daniel se pasó un año sin saber qué hacer. No tenía plata para la universidad, no conseguía trabajo; pasaba buena parte de su tiempo en sus actividades de catequista y animador juvenil, cada vez más entusiasta. A fin de año le salió una beca para estudiar Higiene y Seguridad Industrial, pero igual no le alcanzó el dinero y tuvo que dejarlo. Más tarde haría una carrera técnica de dos años, para tener un oficio, pero tampoco pudo terminarla.

Mientras tanto, su participación en la parroquia crecía. Organizaba campeonatos, peñas, bailes, discusiones con los chicos del barrio: la premisa era hacerlos sentir atendidos y ocupar su tiempo libre para que no lo dedicaran a las drogas, el crimen, la violencia política. El padre Juan José los guiaba, les explicaba que no hay paz con explotación, sin dignidad. Daniel fue nombrado representante de los jóvenes de su sector en el Equipo de Animación de la Pastoral. “En muy poco tiempo ya me había ganado ese lugar”, dice, orgulloso.

La paz. 

La batalla por Barrancabermeja ya había terminado con el triunfo de los paramilitares. No había más combates en las calles, pero los nuevos dueños también tenían sus ideas: “ellos se creían nuestros papás. No sé con qué autoridad moral cogían a los chicos y los ponían a ‘voltear’: correr, saltar, flexionar hasta que vomitaban, como para disciplinarlos, para que no estuvieran en las calles, no se drogaran, no robaran”. Y, si no les hacían caso, los ponían desnudos o rapados en una esquina con un letrero que decía “soy mariguanero”, por ejemplo. Y, en última instancia, los mataban. Eso, por no hablar de lo que les pasaba a los que un grupo sospechaba de colaborar con algún otro. Por eso, Daniel y sus amigos siempre tuvieron claro que para sobrevivir había que cuidarse mucho. La Iglesia es de las pocas instituciones que los grupos armados en general toleran: para un chico con inquietudes sociales, es una de las escasas posibilidades de hacer algún trabajo en su comunidad y seguir vivo.

En 2003, el ministerio de Bienestar Familiar firmó con la diócesis de Barrancabermeja y la Corporación Desarrollo y Paz un acuerdo para lanzar una campaña de educación en salud sexual y reproductiva. Daniel fue uno de los elegidos para aprender y, a su tiempo, enseñar. Ahora trabaja en ese proyecto, con chicos entre 7 y 16 años. Daniel empieza preguntándoles por la escuela, cómo les va, qué problemas tienen, los ayuda. Y después pasa a hablarles de la cuestión del género:

–¿La mami qué hace en la casa?

–Bueno, la mami lava.

–¿Y ustedes la ayudan a lavar?

–No, porque mi papá dice que eso es para las mujeres.

–¿Y en serio eso es para las mujeres? ¿Tú, niña, por ejemplo, la ayudas a limpiar?

–Sí, la ayudo.

–¿Y tu hermano la ayuda?

–No, porque mi papá dice que eso es para las mujeres. Las mujeres están para la casa y los hombres para el trabajo.

–¿Y tú crees eso?

Los diálogos se van enriqueciendo y, en general, llegan adonde Daniel quiere: a mostrarle a los chicos la injusticia de las ideas que tienen sobre hombres y mujeres, deberes y derechos. Es complicado y es, de algún modo, la parte más fácil. Más difícil es explicarles a los chicos cómo cuidar su cuerpo, cómo respetarlo, porque siempre llega un punto de conflicto: la posición de la Iglesia católica frente a las relaciones sexuales y a los métodos anticonceptivos:

La Iglesia no quiere promover la fornicación. Pero sí quiere que cada cual cuide su cuerpo, que es el templo del espíritu, entonces nosotros decimos que tú como persona tienes tus deseos, pero tienes que cuidarte, quererte, valorarte, entonces si estás en una relación y crees que llegó el momento oportuno para tener relaciones sexuales, porque hay amor y hay fidelidad, entonces tienes que cuidarte, y para eso tienes que saber cuáles son los métodos.

–¿Y no hay gente de la Iglesia que se enoja si ustedes reparten preservativos, por ejemplo?

–No, es que nosotros no repartimos preservativos.

–Pero los recomiendan.

–Sí, los recomendamos pero no los repartimos. Es cierto que quizá lo que decimos no está en la línea de lo que dice la Iglesia. Pero lo hacemos de manera muy precavida, porque no estamos invitando a los chicos a la fornicación, más bien les proponemos que mantengan una vida sexual responsable y placentera.

–Tú ves esta contradicción.

–Sí, la veo, pero también siento que estamos haciendo algo por la comunidad, y que este es el modo en que podemos hacerlo. Yo sé que la Iglesia cometió muchos pecados, hace muy poco Juan Pablo II pidió perdón por esos pecados. Pero la Iglesia da mucho a los demás, cosa que un rico nunca haría. Por eso yo no creo que la Iglesia sea capitalista, porque también da, en cambio los capitalistas solamente piensan en ellos.

Las cositas. 

Este año, Daniel empezó a estudiar etnoeducación en una universidad a distancia, porque quiere dedicar su vida al trabajo social. Ya lleva seis años con una chica tres años menor que él, Diana Marcela, con quien tiene “una buena sexualidad responsable y placentera”: cuando ella debe aplicarse sus inyecciones anticonceptivas, él la acompaña y, cuenta, todos lo miran como si hiciera algo muy raro. Daniel dice que en cuanto pueda va a formar un hogar y tener hijos y seguirá haciendo lo que pueda por los demás. Pero las muertes siguen acechando. La semana pasada un grupo parapolicial como el que mató a su padre asesinó a otro vecino suyo, 18 años, porque tomaba alguna droga. Fue en el centro del barrio y muchos lo vieron, pero todos callaron: el miedo sigue firme.


–Ya mataron a varios y nadie dice nada. Ahora hay una tranquilidad aparente. Siguen asesinando, pero todo queda ahí, no se denuncia, no sale en los diarios.

–¿Te da miedo de que te pase algo así?

–Sí, claro, en cualquier momento te puede pasar, de pronto no le caíste bien a alguien y ya.

–¿Y no te desanimas?

–Sí, a veces me desanimo, por estas cosas o por otras. Pero entonces voy y converso con Dios y él me da aliento, de distintas maneras, con sus cositas, me dice que siga adelante.

–¿Cuáles son sus cositas?

–Ésta, por ejemplo, que ustedes me hayan elegido para estar en un lugar tan importante como éste. Eso es porque Dios lo quiso, para mostrarme que voy por el buen camino, que lo que estoy haciendo vale la pena. Esas son sus cositas.
Crónicas de Jóvenes en Movimiento.

Jiigee
Mongolia es un país del tamaño de México con tres millones de habitantes: enormes estepas vacías donde no hay ciudades ni carreteras, donde los ríos van y vienen sin puentes que los crucen, donde la tierra no tiene dueño y los pastores nómades siguen llevando sus rebaños de un lado a otro. Jiigee ha vivido siempre en su carpa en medio de la nada y de sus animales pero, en los últimos años, entró en contacto con ciertos elementos de la cultura contemporánea. Y todavía no sabe si le gusta o no.

Al principio le costó aprender a cabalgar. Jiigee lo intentaba, pero los caballos le parecían animales caprichosos y temibles. Jiigee ya tenía siete años cuando se dio cuenta de que el caballo tenía más miedo que él, y aprendió a mostrarle quién mandaba, porque un niño mongol tiene que ser, antes que nada, un buen jinete. Sobre todo un niño mongol criado en medio de la estepa.

Jiigee nació en 1985 en algún rincón del distrito de Bat-Ulzii, provincia de Uvurkhangai, Mongolia central. Sus padres eran pastores nómades, así que el lugar exacto de su nacimiento no está del todo claro, pero no fue muy lejos de donde vive hoy: el nomadismo de los pastores mongoles ya no consiste en grandes migraciones, sino en desplazamientos de unos pocos kilómetros, según el ritmo de los pastos y de las estaciones. En todo caso, Jiigee siempre vivió allí, en esos valles bellísimos enmarcados por colinas suaves, verdes en primavera, blancos en invierno, donde las temperaturas puede ir desde los 35 grados de estos días hasta los 40 bajo cero de diciembre, y donde el vecino más próximo vive a dos o tres kilómetros: donde es fácil pasarse mucho tiempo sin ver a ningún desconocido. Donde muy pocos momentos de la vida son diferentes a lo que fueron hace tres siglos, ocho siglos.

–No, yo no fui a la escuela. Mi padre me necesitaba aquí, trabajando.

Mongolia tiene una tasa de escolarización superior al 90 por ciento: el porcentaje restante lo forman, en general, hijos de pastores que viven lejos de cualquier escuela y que no quieren o no pueden ir a la escuela pupila del pueblo. Cuando a Jiigee le llegó el momento, su padre se había enfermado y necesitaba que su segundo hijo ayudara al primógenito a cuidar los rebaños. Así que tuvo, en cambio, una larga instrucción en los saberes pastorales.

La educación. 

Lo primero, cuando tenía cinco o seis años, fue aprender a cuidar las ovejas.

–Ahí lo más importante es conseguir que engorden. Mi padre me enseñó cuáles eran los lugares donde comían mejor.

Dice Jiigee, y que un buen pastor tiene que conocer bien las enfermedades de los animales, saber qué hierbas les hacen bien y cuáles mal. Y saber cuidarlos de diversos peligros: el frío, los lobos, los ladrones. Que es cierto que parece que hay menos lobos que antes, aunque sigue habiendo muchos:

–Cuántas veces he tenido que disparar porque se me meten en medio del rebaño…

Pero que, en cambio, ahora hay más ladrones: que antes no había, y ahora de vez en cuando se pierden animales y no aparecen nunca más.

–A un amigo hace poco le robaron como un tercio del rebaño, eso antes no pasaba…

Su padre también le enseñó que usar un perro no siempre es bueno porque las ovejas le temen demasiado, que las ovejas no deben temer a su pastor sino quererlo, respetarlo: cuando las ovejas lo ven, dice Jiigee, van a buscarlo, porque saben que él las va a llevar al agua, a la comida.

A sus ocho años, Jiggee pasó de curso: las vacas son tranquilas, más serenas, pero tienen sus dificultades: a veces su rebaño se mezclaba con otro y tenía que reconocer y separar las suyas. Y al otro año empezó a ocuparse de los caballos, que son más rápidos y más inquietos pero más cómodos, porque todos siguen al potro que lidera la manada.

–¿Y ése fue el último paso?

–No, después vienen las cabras.

–¿Recién al final? ¿Las cabras son las más difíciles?

–No es que sean tan difíciles, pero en la primavera, cuando tienen crías, se complican, porque a veces ellas no las cuidan y tenemos que cuidarlas nosotros, ponerlas con sus madres para que coman y no se nos mueran.

–¿Y qué animales preferís?

–Las cabras y las ovejas. Son las que más me necesitan. Tengo que salvar a los chiquitos, tengo que cuidar lo que comen, tengo que estar atento cuando vienen los lobos. Son animales que esperan mucho de vos, te piden mucho…
Cuando Jiigee tenía diez años su padre murió, y su hermano mayor y su madre quedaron a cargo del rebaño y de la familia. Su hermano se casó, tuvo dos hijas; su madre se fue a vivir al pueblo. Jiigee, mientras tanto, seguía con su vida de siempre: cuidaba los animales, se veía con sus amigos, los hijos de los pastores “vecinos”, se divertía muy de tanto en tanto en alguna fiesta, una boda o algún viaje al pueblo, veinte kilómetros más abajo.

La familia. 

Pero, a sus 18, 19 años, su madre y su hermano empezaron a insistir para que se casara: así podría tener su propia familia, sus propios animales, su propio ger. El ger es el centro de la cultura pastoril mongola: una carpa redonda, de unos seis metros de diámetro, armada sobre una estructura de madera pintada de colores, con un techo cónico y una puerta decorada. El ger se monta o se desmonta en un día, y contiene todos los objetos de la familia: en el medio, la estufa de hiero que calienta y cocina; a los costados, contra la pared de tela, un par de camas –que de día son asientos–, los armarios, el espejo, las fotos de familia, el pequeño altar, un reloj despertador. A Jiigee le gustaba la idea de volverse independiente, pero es tímido, y en la estepa no es fácil conocer chicas. Algún amigo le habló de alguna, su madre trató de informarse, pero no resultaba. Hasta ese día de primavera, hace más de dos años.

Se le habían escapado unos caballos, y Jiigee los tuvo que perseguir treinta o cuarenta kilómetros; en un momento se paró en el ger de unos pastores y les preguntó si los habían visto. Le dijeron que no, pero Jiigee, en cambio, vio a una chica que le llamó la atención. Y ella le devolvió las miradas, las sonrisas.

Marta tenía 19 años; unos días después, Jiigee volvió a verla, y después otra vez, y otra. Cuando empezaba el verano, Jiigee invitó a todos sus amigos y parientes a que lo acompañaran, para que los padres de ella vieran que era una persona con poder y respeto suficientes para ser su yerno, y les pidió la mano de su hija. Jiigee y Marta se casaron un mes más tarde, y ella tardó dos más en quedar embarazada.

–¿Tu vida cambió mucho?

–Sí, muchísimo.

–¿Es mejor o peor?

–Mucho mejor, ahora tengo mis propias cosas, y la vida me parece más interesante, tengo más responsabilidades, me siento más hombre. Y después cuando nació mi hija me sentí tan feliz. Dos años atrás yo era sólo un tipo soltero, sin nada, y en cambio ahora tengo mi ger, mi familia, mis animales, mis descendientes que van a seguir mi camino… Ahora sí que soy un hombre.

Su madre y su hermano le dieron los animales que le correspondían y le ayudaron a construir su ger. En el ger de Jiigee hay una televisión chiquita.

–Tengo electricidad porque conseguí ese panel solar que está ahí afuera, se lo cambié a un hombre por una vaca. Así, cuando hay sol, puedo usar la tele y esta lámpara.

La rutina. 
Un "Ger" en la planicie de Mongolia

El ger huele a carne y té con leche: cada forastero que llega es recibido con sonrisas y algo de comer. El deber de la hospitalidad es básico entre los nómades. Pero Jiigee dice que mañana mismo van a tener que desarmarlo para ir a buscar los pastos del verano. Las tierras de la estepa mongola no tienen dueño: cada cual busca un lugar, lo usa, lo deja. A veces, dice Jiigee, van a un lugar que ya está ocupado por otra familia, y tienen que irse más lejos.

–¿Y nunca se pelean por un lugar?

–No, ¿para qué? Siempre se puede encontrar otro.

Los días de Jiigee siguen regulados por la luz solar y por las estaciones. Cada mañana se levanta al alba, come el desayuno que le ha preparado Marta –el té con mucha leche y sal y grasa de cordero, y algún trozo de carne o de queso. Después abre el corral de las ovejas y cabras para que puedan salir y se pone a limpiarles el corral; mientras tanto, su mujer ordeña las vacas. Hacia las ocho se va a cuidar a las cabras y ovejas. Son tres o cuatro horas de cierta calma: se recuesta en el pasto y mira sus animales, a veces se duerme una siesta o piensa cosas: cómo va a acrecentar su rebaño, cuánta lana venderá este año, cómo será la vida de su hija.

–¿Querés que vaya a la escuela?

–Sí, claro.

–Pero vos no fuiste y no te va mal… ¿Por qué querés que ella vaya?

–Sin ir a la escuela se puede hacer mi vida, cuidar a los animales, vivir en el campo. Pero yo querría que mi hija estudiara, que aprendiera muchas cosas y que se pudiera ir a vivir a la ciudad.

–¿Creés que su vida va a ser mejor si se va a la ciudad?

–Esta vida tiene muchos riesgos. A veces hace tanto frío que los animales se mueren y no sabés qué hacer. Además en los últimos años llueve menos, todo está más seco. Nuestra vida se está haciendo cada vez más difícil. Si mi hija estudia va a poder tener otra vida, una vida más fácil. Yo nunca estuve en la ciudad, pero amigos me contaron, y ví en la tele, que en las ciudades la vida es más fácil, hay tantas cosas. Hay harina, azúcar, arroz, gasolina, ropas. La gente tiene cosas nuevas, vive en casas con electricidad. Acá no es fácil comprar cosas. Cuando alguien va a la ciudad yo le pido que me compre lo que necesito.

–¿Y vos no querés irte a la ciudad?

–Yo no tengo educación, ninguna calificación, así que no podría encontrar un trabajo en la ciudad. Para mí es mejor quedarme acá. A mí me gusta mi vida acá, me gustan mis animales, me gusta saber que ellos me necesitan.

A mediodía, cuando vuelve, Jiigee mira dónde andan las vacas y los caballos, y si se fueron muy lejos los va a buscar. Hacia las dos almuerza, y vuelve a ocuparse de los animales, o va a buscar la leña o la bosta que usarán para el fuego, o unos baldes de agua, o arregla sus herramientas o los corrales. Y más tarde, antes de que caiga el sol –hacia las nueve en verano, las cinco en invierno–, los encierra.

(Pero hay muchas otras cosas que debe hacer. En marzo, por ejemplo, tendrá que pelar a las cabras para sacarles el cashemir, una fuente de ingresos importante, y más tarde a las ovejas. Y en otoño estarán listos los lácteos –cremas, quesos, leche secada al sol o fermentada– que llevará al mercado del pueblo. Y a veces también venderá algún animal, pero sólo cuando necesite dinero, porque Jiigee quiere que sus rebaños crezcan. Ahora tiene unos 160, el mínimo suficiente para vivir tranquilo.)

Y después se hace de noche y Jiigee y su mujer comen algo más –unas tazas de té, carne, algo de queso– y miran un poco de televisón, las noticias, algún debate, un programa de risa, y se van a dormir a eso de las once.

La modernidad.

–¿Qué diferencias hay entre la vida de tu padre y la suya?
Jiigee piensa un rato y dice que hay dos: una buena y la otra mala.

–Cuando mi padre vivía había agua suficiente, el pasto crecía muy bien, los animales siempre tenían qué comer. Ahora ya no es así, y eso es malo. Y la buena es que cuando mi padre vivía no había electricidad, teléfono celular, coches, y ahora sí.

–¿Cuál de las dos épocas preferís?

–Yo prefiero la época de mi padre, porque en esa época la naturaleza era mucho mejor. Llovía más, había menos vientos, los animales empezaban a comer buena hierba en marzo. Ahora ya no hay hasta junio…

–¿Y por qué pasa todo eso?

–Por las minas de oro. Antes estaba prohibido. Ahora hay minas de oro por todos lados, son como hongos, y realmente arruinan la naturaleza. Usan demasiada agua, arruinan demasiada tierra.

Jiigee está preocupado: dice que si no paran de buscar oro la vida de los pastores va a ser cada vez más difícil, se van a quedar sin agua ni tierras.

–Cada vez va a haber menos pastores y más mineros y más gente pobre.

–¿Y no querés ser minero?

–No. No conozco a nadie que se haya vuelto rico buscando oro, en general sacan un poquito, sobreviven…

–¿Y conocés a alguien que se haya rico como pastor?

–Sí, claro. El pastoreo hace que la gente sea más rica y más feliz.

–¿Cómo?

–Mi plan es aumentar el número de mis animales y entonces poder vender más animales cada año y poder comprar un camión… ahora sólo tengo una moto. Necesito tener plata para que mis chicos vivan bien.

Hace un año, Jiigee se compró un celular y dice que le mejoró mucho la vida: ahora puede hablar con su madre, con sus parientes, con algún amigo, y, sobre todo, ha descubierto que le puede hacer ganar dinero. En marzo pasado, cuando vino el comerciante que cada año le compra la lana de cashemir, le ofreció, como siempre lo había hecho, un precio bien bajo. Pero esta vez Jiigee tenía un arma nueva: llamó a un par de amigos del pueblo que le dieron la cotización correcta, y le dijo al comerciante que sólo se lo vendería a ese precio. El comerciante no tuvo más remedio que pagárselo, y Jiigee se sintió tan bien: ya no era un pobre pastor tonto al que cualquier tipo de la ciudad iba a engañar.

–¿Y cuál es el objeto que más querrias tener?

–Un jeep. Con un jeep podría traer más agua, leña, mudarme… La vida sería más fácil con un jeep.

–Pero el jeep es para trabajar. ¿No querés algo para darte gusto?

–Sí, un caballo. Me gustaría comprarme un caballo que corriera muy rápido, para ganar la carrera del pueblo.

Dice Jiigee, y se le iluminan los ojos. Al fin y al cabo, es un pastor mongol.