domingo, 6 de julio de 2014

Crónicas de Jóvenes en Movimiento.

Jiigee
Mongolia es un país del tamaño de México con tres millones de habitantes: enormes estepas vacías donde no hay ciudades ni carreteras, donde los ríos van y vienen sin puentes que los crucen, donde la tierra no tiene dueño y los pastores nómades siguen llevando sus rebaños de un lado a otro. Jiigee ha vivido siempre en su carpa en medio de la nada y de sus animales pero, en los últimos años, entró en contacto con ciertos elementos de la cultura contemporánea. Y todavía no sabe si le gusta o no.

Al principio le costó aprender a cabalgar. Jiigee lo intentaba, pero los caballos le parecían animales caprichosos y temibles. Jiigee ya tenía siete años cuando se dio cuenta de que el caballo tenía más miedo que él, y aprendió a mostrarle quién mandaba, porque un niño mongol tiene que ser, antes que nada, un buen jinete. Sobre todo un niño mongol criado en medio de la estepa.

Jiigee nació en 1985 en algún rincón del distrito de Bat-Ulzii, provincia de Uvurkhangai, Mongolia central. Sus padres eran pastores nómades, así que el lugar exacto de su nacimiento no está del todo claro, pero no fue muy lejos de donde vive hoy: el nomadismo de los pastores mongoles ya no consiste en grandes migraciones, sino en desplazamientos de unos pocos kilómetros, según el ritmo de los pastos y de las estaciones. En todo caso, Jiigee siempre vivió allí, en esos valles bellísimos enmarcados por colinas suaves, verdes en primavera, blancos en invierno, donde las temperaturas puede ir desde los 35 grados de estos días hasta los 40 bajo cero de diciembre, y donde el vecino más próximo vive a dos o tres kilómetros: donde es fácil pasarse mucho tiempo sin ver a ningún desconocido. Donde muy pocos momentos de la vida son diferentes a lo que fueron hace tres siglos, ocho siglos.

–No, yo no fui a la escuela. Mi padre me necesitaba aquí, trabajando.

Mongolia tiene una tasa de escolarización superior al 90 por ciento: el porcentaje restante lo forman, en general, hijos de pastores que viven lejos de cualquier escuela y que no quieren o no pueden ir a la escuela pupila del pueblo. Cuando a Jiigee le llegó el momento, su padre se había enfermado y necesitaba que su segundo hijo ayudara al primógenito a cuidar los rebaños. Así que tuvo, en cambio, una larga instrucción en los saberes pastorales.

La educación. 

Lo primero, cuando tenía cinco o seis años, fue aprender a cuidar las ovejas.

–Ahí lo más importante es conseguir que engorden. Mi padre me enseñó cuáles eran los lugares donde comían mejor.

Dice Jiigee, y que un buen pastor tiene que conocer bien las enfermedades de los animales, saber qué hierbas les hacen bien y cuáles mal. Y saber cuidarlos de diversos peligros: el frío, los lobos, los ladrones. Que es cierto que parece que hay menos lobos que antes, aunque sigue habiendo muchos:

–Cuántas veces he tenido que disparar porque se me meten en medio del rebaño…

Pero que, en cambio, ahora hay más ladrones: que antes no había, y ahora de vez en cuando se pierden animales y no aparecen nunca más.

–A un amigo hace poco le robaron como un tercio del rebaño, eso antes no pasaba…

Su padre también le enseñó que usar un perro no siempre es bueno porque las ovejas le temen demasiado, que las ovejas no deben temer a su pastor sino quererlo, respetarlo: cuando las ovejas lo ven, dice Jiigee, van a buscarlo, porque saben que él las va a llevar al agua, a la comida.

A sus ocho años, Jiggee pasó de curso: las vacas son tranquilas, más serenas, pero tienen sus dificultades: a veces su rebaño se mezclaba con otro y tenía que reconocer y separar las suyas. Y al otro año empezó a ocuparse de los caballos, que son más rápidos y más inquietos pero más cómodos, porque todos siguen al potro que lidera la manada.

–¿Y ése fue el último paso?

–No, después vienen las cabras.

–¿Recién al final? ¿Las cabras son las más difíciles?

–No es que sean tan difíciles, pero en la primavera, cuando tienen crías, se complican, porque a veces ellas no las cuidan y tenemos que cuidarlas nosotros, ponerlas con sus madres para que coman y no se nos mueran.

–¿Y qué animales preferís?

–Las cabras y las ovejas. Son las que más me necesitan. Tengo que salvar a los chiquitos, tengo que cuidar lo que comen, tengo que estar atento cuando vienen los lobos. Son animales que esperan mucho de vos, te piden mucho…
Cuando Jiigee tenía diez años su padre murió, y su hermano mayor y su madre quedaron a cargo del rebaño y de la familia. Su hermano se casó, tuvo dos hijas; su madre se fue a vivir al pueblo. Jiigee, mientras tanto, seguía con su vida de siempre: cuidaba los animales, se veía con sus amigos, los hijos de los pastores “vecinos”, se divertía muy de tanto en tanto en alguna fiesta, una boda o algún viaje al pueblo, veinte kilómetros más abajo.

La familia. 

Pero, a sus 18, 19 años, su madre y su hermano empezaron a insistir para que se casara: así podría tener su propia familia, sus propios animales, su propio ger. El ger es el centro de la cultura pastoril mongola: una carpa redonda, de unos seis metros de diámetro, armada sobre una estructura de madera pintada de colores, con un techo cónico y una puerta decorada. El ger se monta o se desmonta en un día, y contiene todos los objetos de la familia: en el medio, la estufa de hiero que calienta y cocina; a los costados, contra la pared de tela, un par de camas –que de día son asientos–, los armarios, el espejo, las fotos de familia, el pequeño altar, un reloj despertador. A Jiigee le gustaba la idea de volverse independiente, pero es tímido, y en la estepa no es fácil conocer chicas. Algún amigo le habló de alguna, su madre trató de informarse, pero no resultaba. Hasta ese día de primavera, hace más de dos años.

Se le habían escapado unos caballos, y Jiigee los tuvo que perseguir treinta o cuarenta kilómetros; en un momento se paró en el ger de unos pastores y les preguntó si los habían visto. Le dijeron que no, pero Jiigee, en cambio, vio a una chica que le llamó la atención. Y ella le devolvió las miradas, las sonrisas.

Marta tenía 19 años; unos días después, Jiigee volvió a verla, y después otra vez, y otra. Cuando empezaba el verano, Jiigee invitó a todos sus amigos y parientes a que lo acompañaran, para que los padres de ella vieran que era una persona con poder y respeto suficientes para ser su yerno, y les pidió la mano de su hija. Jiigee y Marta se casaron un mes más tarde, y ella tardó dos más en quedar embarazada.

–¿Tu vida cambió mucho?

–Sí, muchísimo.

–¿Es mejor o peor?

–Mucho mejor, ahora tengo mis propias cosas, y la vida me parece más interesante, tengo más responsabilidades, me siento más hombre. Y después cuando nació mi hija me sentí tan feliz. Dos años atrás yo era sólo un tipo soltero, sin nada, y en cambio ahora tengo mi ger, mi familia, mis animales, mis descendientes que van a seguir mi camino… Ahora sí que soy un hombre.

Su madre y su hermano le dieron los animales que le correspondían y le ayudaron a construir su ger. En el ger de Jiigee hay una televisión chiquita.

–Tengo electricidad porque conseguí ese panel solar que está ahí afuera, se lo cambié a un hombre por una vaca. Así, cuando hay sol, puedo usar la tele y esta lámpara.

La rutina. 
Un "Ger" en la planicie de Mongolia

El ger huele a carne y té con leche: cada forastero que llega es recibido con sonrisas y algo de comer. El deber de la hospitalidad es básico entre los nómades. Pero Jiigee dice que mañana mismo van a tener que desarmarlo para ir a buscar los pastos del verano. Las tierras de la estepa mongola no tienen dueño: cada cual busca un lugar, lo usa, lo deja. A veces, dice Jiigee, van a un lugar que ya está ocupado por otra familia, y tienen que irse más lejos.

–¿Y nunca se pelean por un lugar?

–No, ¿para qué? Siempre se puede encontrar otro.

Los días de Jiigee siguen regulados por la luz solar y por las estaciones. Cada mañana se levanta al alba, come el desayuno que le ha preparado Marta –el té con mucha leche y sal y grasa de cordero, y algún trozo de carne o de queso. Después abre el corral de las ovejas y cabras para que puedan salir y se pone a limpiarles el corral; mientras tanto, su mujer ordeña las vacas. Hacia las ocho se va a cuidar a las cabras y ovejas. Son tres o cuatro horas de cierta calma: se recuesta en el pasto y mira sus animales, a veces se duerme una siesta o piensa cosas: cómo va a acrecentar su rebaño, cuánta lana venderá este año, cómo será la vida de su hija.

–¿Querés que vaya a la escuela?

–Sí, claro.

–Pero vos no fuiste y no te va mal… ¿Por qué querés que ella vaya?

–Sin ir a la escuela se puede hacer mi vida, cuidar a los animales, vivir en el campo. Pero yo querría que mi hija estudiara, que aprendiera muchas cosas y que se pudiera ir a vivir a la ciudad.

–¿Creés que su vida va a ser mejor si se va a la ciudad?

–Esta vida tiene muchos riesgos. A veces hace tanto frío que los animales se mueren y no sabés qué hacer. Además en los últimos años llueve menos, todo está más seco. Nuestra vida se está haciendo cada vez más difícil. Si mi hija estudia va a poder tener otra vida, una vida más fácil. Yo nunca estuve en la ciudad, pero amigos me contaron, y ví en la tele, que en las ciudades la vida es más fácil, hay tantas cosas. Hay harina, azúcar, arroz, gasolina, ropas. La gente tiene cosas nuevas, vive en casas con electricidad. Acá no es fácil comprar cosas. Cuando alguien va a la ciudad yo le pido que me compre lo que necesito.

–¿Y vos no querés irte a la ciudad?

–Yo no tengo educación, ninguna calificación, así que no podría encontrar un trabajo en la ciudad. Para mí es mejor quedarme acá. A mí me gusta mi vida acá, me gustan mis animales, me gusta saber que ellos me necesitan.

A mediodía, cuando vuelve, Jiigee mira dónde andan las vacas y los caballos, y si se fueron muy lejos los va a buscar. Hacia las dos almuerza, y vuelve a ocuparse de los animales, o va a buscar la leña o la bosta que usarán para el fuego, o unos baldes de agua, o arregla sus herramientas o los corrales. Y más tarde, antes de que caiga el sol –hacia las nueve en verano, las cinco en invierno–, los encierra.

(Pero hay muchas otras cosas que debe hacer. En marzo, por ejemplo, tendrá que pelar a las cabras para sacarles el cashemir, una fuente de ingresos importante, y más tarde a las ovejas. Y en otoño estarán listos los lácteos –cremas, quesos, leche secada al sol o fermentada– que llevará al mercado del pueblo. Y a veces también venderá algún animal, pero sólo cuando necesite dinero, porque Jiigee quiere que sus rebaños crezcan. Ahora tiene unos 160, el mínimo suficiente para vivir tranquilo.)

Y después se hace de noche y Jiigee y su mujer comen algo más –unas tazas de té, carne, algo de queso– y miran un poco de televisón, las noticias, algún debate, un programa de risa, y se van a dormir a eso de las once.

La modernidad.

–¿Qué diferencias hay entre la vida de tu padre y la suya?
Jiigee piensa un rato y dice que hay dos: una buena y la otra mala.

–Cuando mi padre vivía había agua suficiente, el pasto crecía muy bien, los animales siempre tenían qué comer. Ahora ya no es así, y eso es malo. Y la buena es que cuando mi padre vivía no había electricidad, teléfono celular, coches, y ahora sí.

–¿Cuál de las dos épocas preferís?

–Yo prefiero la época de mi padre, porque en esa época la naturaleza era mucho mejor. Llovía más, había menos vientos, los animales empezaban a comer buena hierba en marzo. Ahora ya no hay hasta junio…

–¿Y por qué pasa todo eso?

–Por las minas de oro. Antes estaba prohibido. Ahora hay minas de oro por todos lados, son como hongos, y realmente arruinan la naturaleza. Usan demasiada agua, arruinan demasiada tierra.

Jiigee está preocupado: dice que si no paran de buscar oro la vida de los pastores va a ser cada vez más difícil, se van a quedar sin agua ni tierras.

–Cada vez va a haber menos pastores y más mineros y más gente pobre.

–¿Y no querés ser minero?

–No. No conozco a nadie que se haya vuelto rico buscando oro, en general sacan un poquito, sobreviven…

–¿Y conocés a alguien que se haya rico como pastor?

–Sí, claro. El pastoreo hace que la gente sea más rica y más feliz.

–¿Cómo?

–Mi plan es aumentar el número de mis animales y entonces poder vender más animales cada año y poder comprar un camión… ahora sólo tengo una moto. Necesito tener plata para que mis chicos vivan bien.

Hace un año, Jiigee se compró un celular y dice que le mejoró mucho la vida: ahora puede hablar con su madre, con sus parientes, con algún amigo, y, sobre todo, ha descubierto que le puede hacer ganar dinero. En marzo pasado, cuando vino el comerciante que cada año le compra la lana de cashemir, le ofreció, como siempre lo había hecho, un precio bien bajo. Pero esta vez Jiigee tenía un arma nueva: llamó a un par de amigos del pueblo que le dieron la cotización correcta, y le dijo al comerciante que sólo se lo vendería a ese precio. El comerciante no tuvo más remedio que pagárselo, y Jiigee se sintió tan bien: ya no era un pobre pastor tonto al que cualquier tipo de la ciudad iba a engañar.

–¿Y cuál es el objeto que más querrias tener?

–Un jeep. Con un jeep podría traer más agua, leña, mudarme… La vida sería más fácil con un jeep.

–Pero el jeep es para trabajar. ¿No querés algo para darte gusto?

–Sí, un caballo. Me gustaría comprarme un caballo que corriera muy rápido, para ganar la carrera del pueblo.

Dice Jiigee, y se le iluminan los ojos. Al fin y al cabo, es un pastor mongol.

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