Su hermana le mostró el vestido, y a Tsehay le
brillaron los ojos. Era el vestido más lindo que había visto en su vida,
blanco, largo, radiante, y su hermana le dijo que era para ella. Tsehay tenía
nueve años y era la primera vez que estrenaba ropa: hasta entonces, siempre
había recibido la que dejaban sus cuatro hermanas mayores.
–¿Para mí? ¿Este vestido es para mí?
–Sí, para tu boda. Esta tarde es tu boda.
–¿Mi qué?
Tsehay no entendía nada. Había oído hablar del matrimonio porque sus cuatro
hermanas ya se habían casado; ella había estado en las fiestas de las dos más
jóvenes, que se decían muy felices, pero nunca pensó que algo así pudiera
sucederle a ella tan pronto. Estaba tan sorprendida, tan shockeada que ni pensó
en preguntar con quién se casaría. Su hermana se lo contó de todas formas: era
un muchacho del mismo pueblo, pero Tsehay no lo conocía. Sí le preguntó cómo
era estar casada: su hermana le dijo que no se preocupara que todo iba a estar
bien, y que tendría que ocuparse de su nueva casa, su marido, de sus hijos.
Tsehay pensó que debía ser difícil tener hijos. Y después su hermana le explicó
que, de todas formas, era muy chica y se quedaría con su familia hasta que se
hiciera algo mayor: dentro de dos años, cuando cumplas once, le dijo, ahí sí
vas a irte a vivir con tu marido.
Para Tsehay el gran día pasó como un suspiro o una nube. Sus hermanas la
terminaron de vestir, su madre la peinó, la perfumaron, y más tarde llegaron a
su casa los ancianos del pueblo con el novio y su familia. El novio, pensó
Tsehay, parecía tan nervioso como ella, pero era un muchacho grande: tenía por
lo menos 15 años. Tsehay se asustó más: nunca podría vivir con ese adulto. El
muchacho le buscaba la mirada; Tsehay le rehuía. De hecho, durante toda la
fiesta, en medio de las comidas, cantos, tragos, nunca se hablaron: cada uno se
refugió en su familia, y así llegó la noche. Tsehay durmió en su casa; a la
mañana siguiente volvieron a vestirla para la fiesta en la casa del novio: otro
día de bailes y festejos. Cuando todo se acabó, Tsehay se volvió con sus padres
y hermanos; todo parecía igual pero era tan distinto: ahora estaba casada.
Los matrimonios tempranos son una práctica corriente en Etiopía, el segundo
país más poblado de África, y uno de los más pobres. Un estudio reciente
realizado en las provincias rurales del norte –la región de Tsehay– calcula que
nueve de cada diez matrimonios fueron arreglados por los padres, que sólo el 16
por ciento de las novias dio su consentimiento, y que casi la mitad de las
chicas fueron casadas antes de cumplir los 15 años.
El pueblo.
Tsehay, en amárico, quiere decir “sol”. Tsehay
había nacido en 1989 en un pueblito de doscientas familias de la región de
Gondar, sin electricidad ni agua corriente. Su familia no era de las más
pobres: tenían una pequeña tierra para cultivar cebada y trigo, dos vacas, dos
bueyes y un rancho con tres cuartos hechos de ramas, barro y bosta.
Tsehay nunca fue a la escuela. En su pueblo no había y, además, ella siempre
estaba ocupada. Desde que tiene memoria tuvo que trabajar, en la casa, en el
campo. A veces tenía un rato para jugar con los otros chicos a la pelota o a
las piedras, y se acuerda de ese día en que su madre le dijo que jugara con
cuidado porque se le podían abrir las heridas. Pero, por más que ahora lo
intenta, no consigue recordar nada más de su mutilación genital: supone que
debía tener cinco o seis años, pero no está segura. Para Tsehay el momento en
que le hicieron la misma ablación de clítoris que a las otras niñas de su
pueblo –y a tres de cada cuatro mujeres etíopes– es, ahora, un agujero oscuro.
Dos o tres veces por año Tsehay iba a la misa cristiana ortodoxa pero, si no,
sus días eran siempre iguales: limpiar, cocinar, cuidar los animales, buscar
agua en el pozo. Tsehay no se quejaba: en principio, porque no tenía cómo
imaginar otras vidas.
Seis meses después de su boda Tsehay volvió a ver a su marido, en la iglesia,
porque era el día de la
Epifanía. Él trató de acercarse, de hablarle, pero ella se
escapó: no quería saber nada. Cada vez le daba más miedo la idea de vivir con
ese hombre, que le hiciera vaya a saber qué cosas, que la obligara a parirle
hijos y trabajar para él y para ellos. Pero tampoco se le ocurría una salida.
Había pasado un año cuando su padre se enfermó: se sintió débil, tenía mucha
fiebre. El hombre fue a una sala de primeros auxilios en un pueblo cercano: la
enfermera le dio una inyección y lo mandó de vuelta a casa. Allí murió, poco
después, de una malaria. Tsehay ya no sabe su edad, pero imagina que debía
tener unos 50 años.
La ruina.
La muerte del padre cambió todo. La madre estaba
embarazada y no tenía recursos: en pocos meses tuvieron que vender los animales
y parte de la tierra. Tsehay desesperaba: se acercaba la fecha en que tendría
que ir a vivir con su marido. No quería, pero no tenía opción: si se negaba a cumplir
su compromiso, la familia del marido podía demandar a la suya y exigirle un
dinero que no tenía. Sería la ruina definitiva. Tsehay pensó que tenía que
hacer algo.
–Yo había escuchado hablar de Addis Abeba, unos parientes me habían contado. Me
dijeron que ahí la gente ni tenía que trabajar, que si uno iba ahí le daban de
comer, lo cuidaban. Yo quería que me cuidaran. Yo era una nena pero nunca había
podido ser una nena, que se ocuparan de mí, que me cuidaran. Y si me casaba
todo iba a ser mucho peor. Así que decidí irme a Addis, para que me cuidaran.
Addis Abeba, la capital del país, tiene tres millones de habitantes, casi todos
muy pobres. Un día Tsehay supo que el familiar que le había hablado de ella, un
hombre de 30 años, pariente de su padre, que solía ir a la capital a comprar
cosas que después vendía en el pueblo, estaba por viajar. Esa tarde de agosto,
Tsehay sacó un billete de 100 birrs –unos 10 dólares americanos– que su madre
guardaba en una caja, y lo escondió en el campo. A la mañana siguiente se
despertó antes del alba, recuperó el billete y se fue, sin saludar a nadie, a
la casa del familiar que le había hablado de Addis. Tsehay le dijo que quería
que la llevara allí; el hombre le dijo que no; ella, que si él no la llevaba se
iba sola, y el hombre aceptó.
Tsehay no recuerda mucho de ese viaje: sólo sabe que duró tres días, que a
veces caminaron y que nunca llegaron a Addis Abeba. El hombre la había llevado
a un pueblo en el sur, cerca de Wellega, donde la empleó en el campo de unos
conocidos suyos. No era para eso que Tsehay había partido: aquí trabajaba sin
parar, nadie la cuidaba y ni siquiera era su pueblo. Al cabo de dos semanas,
Tsehay repitió su últimatum: si no la sacaba de allí, se iría sola. El hombre
la llevó a la capital.
La ciudad.
Cuando llegaron, Addis le pareció demasiado grande,
tan ruidosa. Pero no tuvo mucho tiempo para verla: al día siguiente, su
pariente le consiguió un empleo doméstico en la casa de otra familia conocida.
Tsehay empezaba a aprender que su vida en la capital no sería lo que había
imaginado.
–Ahí me dí cuenta cómo me había engañado. Pero me tuve que quedar, no tenía
otra salida. A mi casa no podía volver, y tampoco podía hacer ninguna otra
cosa.
La familia vivía en una casa muy precaria del barrio de Merkato, el gran
mercado de Addis. En Etiopía es frecuente que las familias pobres reproduzcan
el mecanismo de sujeción del que son víctimas, y se consigan empleadas
domésticas que trabajan por poco más que el techo y la comida. Tsehay se quedó
en esa casa y, de ahí en más, el tiempo se le confunde: es como si no hubiera
vuelto a pasarle nada significativo. O muy poco: recuerda la vez que se hartó
de su patrona y se fue a trabajar con otra familia, pero volvió después de un
par de meses. O la vez en que una vecina prostituta, que tenía linda ropa,
buena comida, le propuso que empezara a trabajar con ella, y Tsehay lo pensó
pero decidió que mejor no:
–Me daba miedo contagiarme el HIV, y que entonces si estaba enferma nunca iba a
poder tener hijos, nada.
Durante estos ocho años, los días de Tsehay han sido siempre iguales: se
levanta a las seis de la mañana, toma un té y empieza a cocinar injera, el pan
tradicional etíope, que la familia vende a los vecinos: además de cuidar la
casa, Tsehay produce ganancias para la familia. A la una, cuando termina, va a
buscar agua con su balde, lava los utensilios y se pone a limpiar. Es un
trabajo largo; a eso de las cinco, cuando lo termina, empieza a cocinar la
cena. A las nueve sus patrones se sientan a comer; Tsehay come poco después,
sola, en un rincón, lo que ellos le dejaron, y se va a dormir. En la casa,
dice, la tratan bien: no le pegan, no la violan, y le pagan un salario de 50
birrs –unos 5 dólares americanos– por mes. De vez en cuando va a la iglesia o a
dar una vuelta por ahí pero, hasta hace poco, no conocía a nadie, no tenía
ningún amigo. Tsehay vivía más sola en la ciudad, repleta de gente, que en su
pueblo.
–¿Y podés soportar esta vida?
–Sí, estoy bien, porque ahora tengo un plan para el futuro.
El futuro.
Tsehay dice que algo cambió cuando empezó a asistir
a los cursos de educación no formal del proyecto Biruh Tesfa –Futuro
Brillante–, organizado por el ministerio de Juventud con el apoyo del
Population Council y el UNFPA: que allí aprendió a escribir su nombre, que va a
aprender a leer, que ya sabe marcar un número en el teléfono y, sobre todo, que
conoció a otras chicas como ella, que llegaron a Addis escapando del matrimonio
temprano y la pobreza.
–Una compañera de acá me habló de los países árabes, Qatar, Kuwait, donde una
chica puede trabajar y ganar más plata, ser independiente. Después me presentó
a una gente que te organiza el viaje. Entonces me decidí, y usé todo el dinero
que había ahorrado, unos 600 birrs, para sacar el pasaporte para irme. Pero
después se complicó.
En la preparación para el viaje, Tsehay tuvo que hacerse una revisación médica
y le descubrieron una enfermedad –“unas cicatrices, no sé, alguna cosa”– en un
pulmón. Entonces le dijeron que para viajar tenía que curarse, pero hasta ahora
no pudo hacerse el tratamiento necesario porque ya se había gastado todo su
dinero.
–Ese día, cuando me dijeron que todavía no me podía ir, fue el más triste de mi
vida. Lloré, lloré mucho, pero después pensé que todo se va a arreglar, que de
alguna forma voy a poder hacerlo.
–¿Y cuál fue el día más feliz?
Tsehay lo piensa un rato. Primero dice que no, que no hubo un día así, pero al
final dice que fue cuando volvió a su pueblo:
–Fue cuando volví a mi pueblo, hace como tres años, porque me enteré que se
había muerto mi hermano. Entonces pude ver a mi mamá, yo no sabía si estaba
viva o muerta, y me hizo tan feliz volver a verla, a abrazarla.
–¿Y no te gustaría volver para quedarte?
Tsehay vuelve a pensar y dice que no, que no querría: que en su pueblo no hay
agua ni electricidad y que si volviera tendría que casarse y tener hijos y
entonces lo único que haría sería ocuparse de ellos, de la casa, del marido:
–Si no tengo más remedio lo voy a tener que hacer, pero espero que no. Si me
vuelvo al pueblo no tendría una vida mía, todo sería para ellos, nunca me
podría comprar una ropa para mí. Yo alguna vez quiero comprarme alguna ropa
para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario